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Irse del país

Por Laura Collavini Hay frases que se repiten con naturalidad en la conversación cotidiana: “si pudiera, me iría”, “mi hijo está pensando en irse”, “no quiero que mis nietos se críen acá”. Lo que antes era una idea aislada hoy se volvió un tema colectivo, casi un reflejo de época. Según una encuesta del Observatorio de Psicología Social […]

Por Laura Collavini

Hay frases que se repiten con naturalidad en la conversación cotidiana: “si pudiera, me iría”“mi hijo está pensando en irse”“no quiero que mis nietos se críen acá”. Lo que antes era una idea aislada hoy se volvió un tema colectivo, casi un reflejo de época.

Según una encuesta del Observatorio de Psicología Social Aplicada de la UBA (2023), el 70 % de los jóvenes argentinos de entre 18 y 29 años afirma que se iría del país si tuviera la posibilidad. En los adultos de entre 30 y 49 años la cifra se mantiene alta: 58 %. El dato habla de una sensación extendida: la de vivir en un país que no logra ofrecer perspectivas de futuro.

Las razones se repiten con distintos matices: la inestabilidad económica, la inseguridad, la falta de oportunidades laborales y la percepción de que los esfuerzos personales “no alcanzan” para proyectar. Pero en los últimos años aparece algo nuevo: el deseo de buscar desarrollo personal y bienestar emocional en otros lugares, más allá de la crisis económica. Según un relevamiento de Reale Dalla Torre (2023), entre los jóvenes que desean emigrar, la mitad lo haría “para estudiar, crecer o desarrollarse” y no solo por necesidad económica.

El fenómeno tiene una dimensión objetiva —migraciones reales— y otra simbólica: el irse como horizonte posible. Entre 2013 y 2023, más de 1,8 millones de argentinos se fueron del país, según estimaciones oficiales. Los destinos más elegidos siguen siendo España, Estados Unidos e Italia, aunque crecen otros países latinoamericanos, donde el idioma y los lazos culturales facilitan el arraigo inicial.

Pero irse no siempre significa encontrar.
El proceso migratorio, más allá de los beneficios que puede traer, implica desarraigoruptura de redes afectivasduelo cultural y muchas veces una identidad partida entre dos territorios. La sensación de no pertenecer del todo a ningún lugar puede transformarse en un tipo de inseguridad emocional: no saber dónde “volver” cuando algo se complica.

Diversos estudios sobre salud mental en migrantes muestran que la adaptación a una nueva cultura requiere tiempo y genera tensiones: nuevas normas sociales, diferencias idiomáticas, soledad. En muchos casos, lo que primero aparece como libertad se transforma en nostalgia. La búsqueda de estabilidad puede convertirse en una nueva forma de vulnerabilidad.

Frente a este escenario, cabe una pregunta más profunda:
¿qué nos pasa como sociedad cuando una mayoría imagina su futuro fuera del país? ¿Qué modelo de esperanza necesitamos reconstruir para que el proyecto de vida vuelva a tener lugar aquí?

El desafío no es solo económico. Es psicosocial y educativo: recuperar la confianza en la posibilidad de crecer sin tener que irse, fortalecer los lazos comunitarios, ofrecer horizontes de realización que no sean sólo individuales.

Irse del país puede ser una decisión legítima, incluso valiente.
Pero si logramos transformar ese impulso en motor de cambio —en lugar de fuga—, quizás podamos construir un país donde quedarse vuelva a ser una elección, no una resignación.
Un país donde vivir, proyectar y criar a los hijos no sea un acto de resistencia, sino de confianza.

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